

Las obras concebidas por Florencia Sadir para Malba Puertos traen historias de agua, tierra y cielo. Su título surge de una copla de la cantante salteña Mariana Carrizo que revela la relación compleja que establecemos con la naturaleza, así como el vínculo estrecho que los trabajos de la artista entablan con el entorno. Desde su hogar en los Valles Calchaquíes de Salta —donde recolecta, moldea, esmalta y hornea pacientemente la arcilla hasta convertirla en cerámica, elemento fundamental de este proyecto—, Sadir da forma a una práctica escultórica que, si bien está basada en la construcción material, se concreta como una ofrenda, una invocación y una conversación con la tierra y con su tiempo.
Desde la lejanía, las obras de Sadir se presentan como volúmenes simples, modulares y geométricos. Sin embargo, sus superficies dan cuenta de un proceso íntimo y manual, y llevan inscritas las huellas del agua, del fuego o del humo hasta expresar la voz misma del territorio. Las piezas buscan que la mirada se oriente hacia el frente, hacia arriba y hacia el suelo: es en el cruce de las dimensiones de lo vertical y lo horizontal que propone encontrarnos con esas otras fuerzas vitales para reconocernos como parte de una conjunción de elementos.
Inspirada en una tecnología ancestral para capturar agua de niebla y rocío en zonas áridas, una de las instalaciones propone un recorrido sinuoso entre mallas de las que cuelgan cientos de pequeñísimas gotas de cerámica. Otra construcción que evoca, con sus muros anchos de barro y de cal, la arquitectura característica de nuestra historia colonial, ofrece algo de amparo ante la intemperie e invita a mirar el cielo a través de la abertura triangular que dejaron sus muros volteados, testigos del agua y del viento. Un poco más allá, una serpiente de arcilla plateada se estira sobre un espejo líquido. Figura del río, símbolo de la fertilidad y encarnación —en la cosmología diaguita— de un rayo que cae con la lluvia desde el cielo, el animal lleva sobre su lomo dibujos que narran, a la manera de una escritura antigua, los procesos que humanos y naturaleza atraviesan como partes de un mismo ciclo vital que integra cultivo, transformación y cosecha.
Las obras de Sadir reflexionan sobre la manera en que nos vinculamos con el territorio. Son gestos que expresan el deseo de hablar el idioma de la Tierra y pedirle permiso ante nuestros acercamientos. Frente a la pregunta por la supervivencia humana y planetaria, sus trabajos reafirman el valor, el cuidado y el respeto que se debe a los bienes de la tierra, y piensan el futuro a través de una conexión con el pasado y el presente mediante actividades que, según la artista, nos permiten participar de “la temporalidad de los ciclos naturales”, atender a otras formas “de espera y de cuidado” y así “restaurar la memoria herida del mundo”.
Tucumán, 1991
Estudió en la Facultad de Artes de la Universidad Nacional de Tucumán y amplió su formación en la Escuela Flora Ars + Natura, Bogotá y el Programa de Artistas de la Universidad Torcuato Di Tella, (Buenos Aires, 2020-21). Vive en el pueblo calchaquí de San Carlos, cerca de Cafayate, un territorio que involucra de forma directa a su producción a partir del uso de materias primas locales y del trabajo artesanal que aprende directamente de su comunidad, que viene transmitiendo de generación en generación oficios vinculados a la alfarería, la producción de ladrillos y la agricultura, entre otros. La preocupación sobre la amenaza de la contaminación y los procesos y tiempos que impone la producción industrial son temas frecuentes en su obra.
Sus trabajos han participado de numerosas exposiciones colectivas entre las que se destacan Still Alive (Trienal de Aichi, Tokoname, Japón, 2022); y Adentro no hay más que una morada (Museo de Arte Moderno de Buenos Aires, 2021). Ha tenido exposiciones individuales en W-naturae (Pueblo Garzón, Uruguay, 2023); Museo de Arte Moderno de Buenos Aires (2022) y el Museo de Arte Contemporáneo de Salta (2021). Recibió la Beca a la Creación del Fondo Nacional de las Artes (2019) y participó de la residencia FAARA de la Fundación Ama Amoedo en José Ignacio, Uruguay (2023).
